Carnívoros y vegetarianos 

Guadalupe Jimarez

En tiempos de progreso y dinamismo, ser vegetariano o carnívoro son aspectos que segmentan a la población mundial. En especial a la mexicana, basta con observar la variedad culinaria que existe en México; así mismo, como reflejo de ésta, la diversidad de mujeres habitantes de la metrópolis. En cada una de ellas, se encuentra impregnada la esencia de sus antepasados y de la mezcla de genes por su procedencia provinciana.

Ya sean altas, bajas, morenas, blancas, apiñonadas, ovaladas, redondas, triangulares o rectangulares, las mujeres caminan por las calles aledañas a la estación de metro "Salto del agua", donde son blanco fácil de carnívoros y vegetarianos: devoradores con mirada depredadora que se atragantan al ver pasar a una fémina de su agrado. El olor a concreto caliente, las coladeras y los desechos caninos forman parte del coctel que ilustra el ambiente.

Afuera de dicha estación viste con zapatos recién lustrados, cabello amarrado por una cola de caballo, blusa blanca y pantalón color caqui una joven. No aparenta más de 25 años. Su piel es color nácar; sus ojos, negros, grandes y profundos. Es volantera de un bar llamado "Santa Solita". Es bonita; sin embargo, su semblante delata fastidio y resignación. Se ha acostumbrado al "adiós, muñeca",  "mamacita" y demás frases que poseen cualquier poder menos el de conquistarla.

Piropos, chiflidos y miradas indiscretas revelan el deleite de los carnívoros, quienes parecen degustar los más finos cortes de carne cocida a término medio. Puede verse cómo sólo les hace falta una bebida para saciar el antojo pues emiten en reiteradas ocasiones una especie de sorbo salivoso atrapado entre sus dientes.

Los carnívoros no ocultan su agrado por la carne: giran la cabeza como Linda Blair en "El exorcista" cuando tienen apetito de ver un par de nalgas, piernas, muslos, caderas. Los hay de toda clase; casados, solteros, comprometidos, concubinos o simples solitarios. Sucumben ante la delicia que les promete un cuerpo femenino porque si les es posible, transgreden el espacio personal y tocan de forma aventurada la parte media de alguna mujer. Una, ya en edad madura, replica a su acosador: «si no compra, no mallugue».

En la Ciudad de México, donde existen 8,851 millones de habitantes, es difícil transitar a pie o por medio de un transporte. En metro, microbús, metrobús: mallugones, empujones, arrimones. Las mujeres terminan como frutas pasadas. Los carnívoros venden, compran, gritan, ríen pero jamás recuerdan haber sido criados por una mujer. Todos se encuentran absortos en la rutina, la cual conforme se apropia de sus vidas, les cocina los valores y la moral hasta dejarla tan suave como pasta recalentada.

Los policías no están a dieta de estas prácticas, al contrario: se acercan a algunas jovencitas y entrelazan una charla con ellas. Si la plática sazona bien, hay intercambio de números y promesas de volver a verse las caras. No obstante, éstos sujetos son vegetarianos o mejor dicho: carnívoros pasivos, pues no realizan un contacto físico porque el uniforme, la hipocresía y compromiso con su oficio les pesa.

La joven volantera de ojos profundos sufre ante la bravía del sol. Éste le quema pero la idea de un vida sin trabajo más. Sus mejillas de nácar presentan ligeras tonalidades rosadas. Ella ve pero no mira a nadie y no lo hará hasta que se vaya a casa pues ya nada ni nadie le impresiona. La rutina le ha quitado las ganas de arremeter contra los carnívoros y vegetarianos. Ya sólo oye las palabras vacías de cortejo y llenas de sentimientos no dulces al oído de policías e individuos sin marca de su oficio aparente.

En manada o de forma solitaria, carnívoros y vegetarianos hacen de las mujeres su festín. Sentadas, mujeres grandes de edad y tamaño los miran desde sus puestos con desinterés. Están acostumbradas al "eres mujer y por tanto, inferior al hombre". Sin embargo, desaprueban a cuánta mujer pase por sus ojos y vista de forma que deje ver gran parte de sus piernas y ponga más relieve en sus senos. Ni la temperatura ni el gusto les sirven de justificante ante estas acciones.

Como si se partieran manzanas, los tacones de las mujeres hacen eco sobre la avenida Lázaro Cárdenas. Caminan y no se joroban; alzan la cara. La mayoría de ellas acude a trabajar bajo el sol con la esperanza de tropezarse con un futuro prometedor y boyante; menos agridulce al de su presente. Quizás y sueñen con un ser que sea capaz de producir en ellas algún sabor dulce mas no amargo.

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