La ilusión viaja en organillo
Por Jimarez Martínez Guadalupe
La ilusión viaja en organillo
México, país de bemoles y sostenidos. Lugar costumbrista y centenario. Para notarlo, basta con caminar por las banquetas desgastadas, grises y agrietadas del Centro Histórico de la Ciudad de México, el cual, parece atrapado en el pasado por su arquitectura y sobre todo, por sus organillos, pertenecientes a épocas porfirianas.
Frente a la estación de metro "Isabel 'La católica'" de la línea 1, la vida no es color de rosa. Indigentes buscan en el piso, caliente por el sol mañanero, una migaja de pan o algo que les apasigüe el hambre de días. Delante de ellos, un hombre cercano a la tercera edad con uniforme similar al de un policía de los años treinta, camina con una caja de madera, de la cual suspenden dos palos cafés del mismo material y un bastón gris con base de goma color negro.
Se trata de un organillero con su instrumento. Caja de madera, sobre su base están pintadas las manos de unos pequeños con pintura color lavanda así como amapolas rojas y blancas. El hombre carga sobre su espalda su herramienta de trabajo como si fuese un costal de papas. No obstante, este saco porta ilusión: la esperanza de obtener sustento para comer, para vivir. Sonidos conocidos y agudos; parecen interminables. El organillero ejecuta su instrumento entre las miles de almas concurrentes al lugar, las bocinas de los autos, los gritos del comerciante quien invita a todo al que se acerque y la indiferencia de otros tantos.
La calle Simón Bolívar, en honor al libertador, es inundada por la música proveniente del organillo de Juan, quien viste un traje libre de manchas y arrugas. El color de éste es semejante al del café con leche. Porta botas negras, lustrosas y brillantes, cual general de alto rango. Su concierto carece de asistentes por la indiferencia de los pasantes. Sin embargo, Juan mueve su brazo derecho como si estuviese dibujando espirales en el aire; no obstante, de dicho movimiento sale la melodía "Bésame mucho".
Una pareja de enamorados se suma al concierto. Bailan como lo hiciese una quinceañera durante su vals. Intercambian risas. Juan los ve fijamente, no les quita la mirada. Poco a poco acerca su boina para recibir algunas monedas; no obstante, los románticos se alejan y olvidan pagar por su diversión. Ante dicha acción, Juan suspira y mueve su cabeza de izquierda a derecha como si negara algo, y en cierta forma sí. Se niega a dejar su oficio por unas monedas.
Juan es un hombre de tez morena y de rasgos toscos. Las arrugas y canas en su bigote revelan su edad. A pesar de poseer una cara de "pocos amigos", sonríe a todo aquel con quien hace contacto visual: bebés, ancianos, niños, jóvenes, adultos. Porque cada uno de ellos representa la posibilidad de obtener alguna ganancia.
De espaldas a Juan, un par de adolescentes afinan de oído a sus "chicas": guitarras flamencas con un borde al final del brazo, antes del cuerpo de éstas. Por un momento, las notas de "Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma" y el rasgueo de las cuerdas de las chicas interpretan un número del concierto del "amigo organillero". Sólo los observadores notan la adaptación musical que emerge de los artistas.
Juan recibe monedas de un peso, dos y si bien le va, de cinco, pero nunca de diez. La economía afecta no sólo a la música del organillo, sino a la tradición centenaria, captada por la lente de Nacho López en el siglo pasado.
El sonido de "El rey", de José Alfredo Jiménez, suena en el organillo de Juan, al mismo tiempo, un par de extranjeros con faz rosada por el calor entonan "no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey". Su acento no les es obstáculo para deleitarse y cantar una canción nacional. Juan los observa esperanzado en que al fin puedan darle más que monedas. Y así es, de su alforja, el hombre alto, rubio y rosado saca un billete con la cara de José María Morelos impreso en él. Lo deposita en la boina de Juan. Él, no lo puede creer: tiene la expresión de un niño cuando despierta y ve bajo el árbol de navidad sus regalos tan deseados.
Juan continúa dibujando espirales con la palanca de su organillo. Las manos no le cosquillean, no se le cansan. Al contrario, cuando ve pasar una manada de sujetos, lo hace con más vigor. Seca el sudor de su frente con un paliacate rojo. Entrecierra los ojos por los rayos del "güero", como el mismo le llama al Sol. Invita a su concierto a todo aquel que se deje guiar por la música emitida por la momia de los años veinte. Juan cuenta las monedas, pocas para toda la gente que pasa por Simón Bolívar, la cual, en su mayoría es músico como él.
Quedan pocos, si no es que nadie, que se compare al artista Juan. Ya no se ofrecen conciertos para todos. Ya no hay instrumentos de más de medio siglo que toquen solemnemente por las calles porfirianas del Centro Histórico y sobre todo, ya no hay aplausos para los artistas que se resisten a morir o entregarse a la nueva era.
Mañana, Juan levantará su organillo con la ilusión de ganarse unos pesos que le permitan seguir interpretando su concierto interminable mientras recorre las calles porfirianas.