La muerte: un lugar sagrado

Por Violeta Contreras García


El aroma del incienso me inunda, penetra mis poros y reposa en el aire. Mis pupilas se dilatan cuando veo el amarillo y morado de las flores de cempasúchil; experimento una sensación de éxtasis visual a la que contribuyen las ingeniosas figuras de papel picado, con catrinas y calaveras. El fondo de la ofrenda es un mantel de un blanco pulcro, con flores de colores tejidas por las manos de una mujer de Nochixtlán, Oaxaca. El mole que prepara mi abuela, con ese exquisito sabor picoso -que tanto le gustaba a mi abuelo-está dispuesto con su justa pieza de pollo. Ahí nada más le faltan las tortillas, pero mi madre dice que frías no saben bien y prefiere no ponerlas.

Mamá se levanta muy temprano el 31 de octubre, prepara chocolate de la provisión oaxaqueña que nunca falta en casa, porque de allá es mi familia y nada mejor que los sabores que a uno lo acompañan toda la vida. En el pueblo de mi mamá, y generalmente en los pueblos de México, las fiestas duran varios días (y habrá quien las celebre incluso semanas). Esa es una de las razones por las que el Día de Muertos es mi celebración preferida: representa el máximo ejemplo del largo aliento y la calidez de las festividades mexicanas.

El pan de muerto no falta, ni tampoco el pan de yema. Una oscura hilera de enfrijoladas colocadas una sobra otras se van agrietando con el frío y el paso del tiempo; al principio, cuando están recién servidas, despiden su olor característico y un vapor que invita a probarlas, pero con el tick tack del reloj se secan y les salen arrugas.

Un vaso de agua no se le niega a nadie, ni a los muertos, así que mi papá lo coloca siempre en el altar. También pone algo de refresco, pero sin duda su momento especial es cuando abre una cerveza para compartir con sus seres queridos. A veces lo observo mientras contempla las fotografías. No sé qué pensará, pero su mirada me dice exactamente lo que siente. La nostalgia es la fiel acompañante de la memoria y en esta época los recuerdos inundan nuestra mente.

Según la tradición popular, los muertos chiquitos nos visitan el 1° de noviembre; los adultos, al día siguiente. Sin embargo, en México la excepción es la regla; existe una amplia gama de manifestaciones culturales de este rito sobre la muerte. Por ejemplo, en Yucatán, algunos pueblos de origen maya rinden culto a los muertos infantes el 31 de octubre durante el Hanal Pixán, o Comida de las Ánimas, mientras el primero de octubre se dedica a los adultos.

El Día de Muertos es la tradición mexicana por excelencia. Ha formado parte de nuestra cosmovisión desde el México prehispánico, pues a partir de allí mantienen gran relevancia los ritos de la muerte en la comunidad de los vivos. En el mundo precolombino, el funeral era la primera fiesta de difuntos, en la cual se realizaban distintas ceremonias durante los cuatro meses y también los cuatro años siguientes a la muerte de la persona, según la manera en que ésta muriera.

En la cultura prehispánica, habían cuatro moradas para los difuntos: Mictlan, en dominio de Mictlantecuhtli, a donde iban los muertos por enfermedad; el Tlalocan, lugar de Tlaloc, para quienes morían a causa de los rayos, ahogo, lepra o sarna; el Tonatiuh ichan, o la casa del sol; es decir; el cielo, a donde se dirigían aquellos que morían al filo de la obsidiana, los caídos en guerra o por sacrificio, así como las mujeres fallecidas en el parto; por último, el Cincalco, lugar de los bienaventurados que los dioses elegían, los niños pequeños y, probablemente, los suicidas.

La importancia del Día de Muertos ha sido reconocida por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO (por sus siglas en inglés) al declararla Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Cada año, en estas fechas mucha gente visita a sus seres queridos cuyo cuerpo descansa en algún panteón, les llevan flores y encienden veladoras para iluminar su camino. Mi madre se sienta a lado de la tumba de su padre y le habla, porque, aunque su presencia es como un sello en su alma, hay ciertos lugares sagrados en los que uno siente comunicarse en confianza con sus difuntos. Eso es el Día de Muertos para mí: un lugar sagrado.

Al final, sólo hay una cosa segura en la vida: la muerte. En palabras de Octavio Paz, quien profundiza en la identidad del mexicano en su hermoso libro El laberinto de la soledad: «Nuestro culto a la muerte es culto a la vida, del mismo modo que el amor que es hambre de vida es anhelo de muerte».

Sin duda, el sentido de la vida no se explica sin el advenimiento de la muerte, así también lo han entendido distintos artistas de todos los campos de manifestación del arte, como Antonio Machado, de quien siempre es grato recordar sus palabras:

XXI

Daba el reloj las doce...y eran doce

golpes de azada en tierra...

...¡Mi hora! -grité-...El silencio

me respondió: -No temas;

tú no verás caer la última gota

que en la clepsidra tiembla.

Dormirás muchas horas todavía

sobre la orilla vieja

y encontrarás una mañana pura

amarrada tu barca a otra ribera.

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